Mi abuelo no me contaba cuentos. Mi abuela no me contaba cuentos. Mi madre y mi padre tampoco.
Tuve sí, un padre que todos los días me contaba la vida de gente y sitios fantásticos que yo nunca creía que fuesen reales. Cosas para engañar niños, pensaba para mis adentros.
Había la de un jugador fabuloso de basket al que llamaban de “hormiga”, de un médico que era un delantero tremendo y que no cobraba a las personas más humildes por sus servicios y, incluso, la de una isla donde un lado era un desierto inmenso y del otro llovía todos los días, volviéndola verde como solo los sueños consiguen producir.
Para comprobar esta última estória, que de todas era la que yo menos creía, me enseñaba una negra caja de plástico llena de cigarros que mi madre tiró en la edad, esa en que creemos y queremos ser adultos sin saber lo que es, una botella de ron miel que sólo sería abierta en la boda de mi hermana y que nunca fue abierta pues mi padre ya no estaba y a mi hermana no le gusta el alcóhol y una foto de mi padre cerca de un tal de Teíde que desde niño me habían dicho que era un volcán. Pero yo veía un desierto. Sin verde. Sin la lluvia que me contaba que había. Sin nadie alrededor ¿Como creerlo entonces?
Me dijo el tiempo que ese tal Hormiga existió, que había un médico, delantero de puta madre de la Académica sigue vivo y que esa isla mágica, ¡jo!, existe!!! Y con gente dentro. Gente que toma café leche leche, bebe Dorada, coge guaguas, come carne con papas, pero, sobretodo, con gente apasionante que me hace recordar que hay magia en el aire y que hay que respirarla, vivirla y contarla. Gente que me hace recordar que mi padre talvez siga por ahí en islas mágicas ayudándome a alimentar estos cuentos que hoy os he traído aquí.